Sentado en una silla que apenas
es una pedazo de espuma, cubierto con tela gris, regreso a casa pero esta vez
recuerdo un cuento que alguna vez leí en el colegio, uno sobre un pequeño
pueblo dominado por una fábrica donde cada mañana sus llamadas sonaban y los
hombres de casa salían de sus hogares y se adentraban en las entrañas de la bestia,
la cual al caer la tarde sonaba de nuevo sus alarmas y vomitaba a los hombres
que había engullido, sucios, cansados, completamente acabados. De alguna manera
veo a mi pequeño paraje rodeado de industrias que devoran hombres en la mañana
y devuelven retajos de ellos en las noches, retajos que se vuelven a casa en los buses públicos,
eso en los que ahora yo me movilizo.
Desde hace 5 años que comencé a
viajar de ciudad en ciudad para estudiar comencé a ver como en las noches los
buses iban plagados de hombres, en su mayoría trabajadores, hombres sucios y
cansados. Claramente también mujeres subían a estos vehículos, señoras y jovencitas
que salían de las bodegas de empaque, cansadas, con sueño, con hambre. Todos regresan
a casa con ganas de ver a su familia, de comer, de dormir.
¿Cuándo comencé a ser yo de esa clase
de personas que salía de casa muy
temprano y volvía muy tarde? No sé. Solo sé que hoy vuelvo a casa muy
tarde después de estudiar y trabajar, en ocasiones más lo segundo. Me convertí
en uno de esos hombres.
Hoy me encontraba viajando,
delicadamente, en un bus que recorría la autopista con prisa, saltando según las
irregularidades del camino. Hoy me descubrí como uno de esos hombres que volvía
a casa con ganas de dormir, y muy de vez en cuando, con ganas de que no
amanezca.
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