jueves, 16 de febrero de 2017

Décimo primera Luciérnaga - Darse cuenta


Sentado en una silla que apenas es una pedazo de espuma, cubierto con tela gris, regreso a casa pero esta vez recuerdo un cuento que alguna vez leí en el colegio, uno sobre un pequeño pueblo dominado por una fábrica donde cada mañana sus llamadas sonaban y los hombres de casa salían de sus hogares y se adentraban en las entrañas de la bestia, la cual al caer la tarde sonaba de nuevo sus alarmas y vomitaba a los hombres que había engullido, sucios, cansados, completamente acabados. De alguna manera veo a mi pequeño paraje rodeado de industrias que devoran hombres en la mañana y devuelven retajos de ellos en las noches, retajos  que se vuelven a casa en los buses públicos, eso en los que ahora yo me movilizo.
Desde hace 5 años que comencé a viajar de ciudad en ciudad para estudiar comencé a ver como en las noches los buses iban plagados de hombres, en su mayoría trabajadores, hombres sucios y cansados. Claramente también mujeres subían a estos vehículos, señoras y jovencitas que salían de las bodegas de empaque, cansadas, con sueño, con hambre. Todos regresan a casa con ganas de ver a su familia, de comer, de dormir.
¿Cuándo comencé a ser yo de esa clase de personas que salía de casa muy  temprano y volvía muy tarde? No sé. Solo sé que hoy vuelvo a casa muy tarde después de estudiar y trabajar, en ocasiones más lo segundo. Me convertí en uno de esos hombres.

Hoy me encontraba viajando, delicadamente, en un bus que recorría la autopista con prisa, saltando según las irregularidades del camino. Hoy me descubrí como uno de esos hombres que volvía a casa con ganas de dormir, y muy de vez en cuando, con ganas de que no amanezca.  

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